EL GÉNERO POLICIAL
"Crimen", de
Gustavo Ceratti:
ESTE GÉNERO SE INICIA CON EL CUENTO "LOS CRÍMENES DE LA RUE MORGUE", DE EDGAR ALLAN POE, en 1945. En este relato aparecen todos los tópicos y características que emplearán otros cuentos, dando lugar al policial CLÁSICO
"Los crímenes de la Calle Morgue", de EA Poe
"La carta robada", de EA Poe
EL POLICIAL NEGRO SE INICIA CON EL CUENTO "LOS ASESINOS", DE ERNEST HEMINGWAY, 1920
"Los asesinos", Ernest Hemingway
- Ahora, leamos algunos cuentos policiales, y veamos a qué clasificación corresponden: ¿al policial negro, al clásico o se trata de una combinación entre ambos?
EL CRIMEN CASI PERFECTO, de Roberto Arlt (Argentina)
La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la señora Stevens se suicidó entre siete y diez de la noche) detenido en una comisaría por su participación imprudente en una accidente de tránsito. El segundo hermano, Esteban, se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las nueve del siguiente, y, en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección de dosificación de mantecas en las cremas.
Lo más curioso de caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida para festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de traslucir su intención funesta. Comieron todos alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron.
Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que servía hacía muchos años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a las siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue que le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción que ésta siguió antes de matarse se presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en las libretas donde llevaba anotadas las entradas y salidas de su contabilidad doméstica, porque las libretas se encontraban sobre la mesa del comedor con algunos gastos del día subrayados; luego se sirvió un vaso de agua con whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio gramo de cianuro de potasio. A continuación se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al sentirse morir trató de ponerse de pie y cayó sobre la alfombra. El periódico fue hallado entre sus dedos tremendamente contraídos.
Tal era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas pacíficamente en el interior del departamento pero, como se puede apreciar, este proceso de suicidio está cargado de absurdos psicológicos. Ninguno de los funcionarios que intervinimos en la investigación podíamos aceptar congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado. Sin embargo, únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no contenía veneno. El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía presumirse que el veneno había sido depositado en el fondo o las paredes de la copa, pero el vaso utilizado por la suicida había sido retirado de un anaquel donde se hallaba una docena de vasos del mismo estilo; de manera que el presunto asesino no podía saber se la Stevens iba a utilizar éste o aquél. La oficina policial de química nos informó que ninguno de los vasos contenía veneno adherido a sus paredes.
El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba yo, nos inclinaban a aceptar que la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero la evidencia de que ella estaba distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la muerte transformaba en disparatada la prueba mecánica del suicidio.
Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para continuar ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete de análisis, no cabía dudas. Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens había bebido, se encontraba veneno. El agua y el whisky de las botellas eran completamente inofensivos. Por otra parte, la declaración del portero era terminante; nadie había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó el periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones superficiales, hubiera cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado, mis superiores no hubiesen podido objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar el sumario significaba confesarme fracasado. La señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo comprobaba: ¿dónde se hallaba el envase que contenía el veneno antes de que ella lo arrojara en su bebida?
Por más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir la caja, el sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba extraordinariamente sugestivo. Además había otro: los hermanos de la muerta eran tres bribones.
Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de sus padres. Actualmente sus medios de vida no eran del todo satisfactorios.
Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su conducta resultó más de una vez sospechosa y lindante con la presunción de un chantaje. Esteban era corredor de seguros y había asegurado a su hermana en una gruesa suma a su favor,; en cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario , pero estaba descalificado por la Justicia e inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de hambre ingresó en la industria lechera, se ocupaba de los análisis.
Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres veces. El día del "suicidio" cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente conservada, gruesa, robusta, enérgica, con el cabello totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y manejaba su casa alegremente y con puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa estaba provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel "accidente" la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter era capaz de suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a cada uno de los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos.
La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las labores groseras de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en un procedimiento judicial.
El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora en que ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro con cadenas de acero, llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las once de la mañana, como creo haber dicho anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del laboratorio de análisis, a las tres de la tarde abandonaba yo la habitación que quedaba detenida la sirvienta, con una idea brincando en el magín: ¿y si alguien había entrado en el departamento de la viuda rompiendo un vidrio de la ventana y colocando otro después que volcó el veneno en el vaso? Era una fantasía de novela policial, pero convenía verificar la hipótesis.
Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada: la masilla solidificada no revelaba mudanza alguna.
Eché a caminar sin prisa. El "suicidio" de la señora Stevens me preocupaba (diré una enormidad) no policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un asesino sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado un recurso simple y complicado, pero imposible de presumir en la nitidez de aquel vacío.
Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas, que yo, que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky.
¿Cuánto tiempo permaneció el whisky servido frente a mis ojos?
No lo sé; pero de pronto mis ojos vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo. Atónito quedé mirando el conjunto aquel. De pronto una idea alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le pagué la bebida que no había tomado, subí apresuradamente a un automóvil y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la habitación donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije:
-Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky con hielo o sin hielo?
-Con hielo, señor.
-¿Dónde compraba el hielo?
-No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en pancitos. - Y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez.
-Ahora que me acuerdo, la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta. Él se encargó de arreglarla en un momento.
Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida el químico de nuestra oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en el depósito congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El químico inició la operación destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos:
-El agua está envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua envenenada.
Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado.
Ahora era un juego reconstruir el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto que localizó el técnico) arrojó en el depósito congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo que aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo (lo cual explicaba que el plato con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al desleírse en el alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta concentración. Sin imaginarse que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer el periódico, hasta que juzgando el whisky suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar.
No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa. Ignoraban dónde se encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que llegaría a las diez de la noche.
A las once, yo, mi superior y el juez nos presentamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor Pablo, en cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera anatemizar nuestras investigaciones, abrió la boca y se desplomó inerte junto a la mesa de mármol. Lo había muerto de un síncope. En su armario se encontraba un frasco de veneno. Fue el asesino más ingenioso que conocí.
En defensa propia, de Rodolfo Walsh (Argentina)
- "Yo, a lo último, no servía para comisario" - dijo Laurenzi, tomando el café que se le había enfriado -. "Estaba viendo las cosas, y no quería verlas. Los problemas en que se mete la gente, y la manera que tiene de resolverlos, y la forma en que yo los habría resuelto. Eso, sobre todo. Vea, es mejor poner los zapatos sobre el escritorio, como en el biógrafo, que las propias ideas. Yo notaba que me iba poniendo flojo, y era porque quería pensar, ponerme en el lugar de los demás, hacerme cargo. Y así hice dos o tres macanas, hasta que me jubilé. Una de esas macanas es la que le voy a contar.
Fue allá por el cuarenta, y en La Plata. Eso le indica" - murmuró con sarcasmo, mirando la plaza llena de sol a través de la ventana del café - "que mi fortuna política estaba en ascenso, porque usted sabe cómo me han tenido a mí, rodando por todos los destacamentos y comisarías de la provincia.
La fecha justa también se la puedo decir. Era la noche de San Pedro y San Pablo, el 29 de junio. ¿No le hace gracia que aún hoy se prendan fogatas ese día?"
- Es por el solsticio estival - expliqué modestamente.
- "Usted quiere decir el verano. El verano de ellos que trajeron de Europa la fiesta y el nombre de la fiesta".
- Desconfíe también del nombre, comisario. Eran antiguos festivales celtas. Con el fuego ayudaban al sol a mantenerse en el camino más alto de cielo.
- "Será. La cuestión es que hacía un frío que no le cuento. Yo tenía un despacho muy grande y una estufita de kerosén que daba risa. Fíjese, había momentos en que lo que más deseaba era ser de nuevo un simple vigilante, como cuando empecé, tomar mate o café con ellos en la cocina, donde seguramente hacía calor y no se pensaba en nada.
Serían las diez de la noche cuando sonó el teléfono. Era una voz tranquila, la voz del juez Reynal, diciendo que acababa de matar un ladrón en su casa, y que si yo podía ir a ver. Así que me puse el perramus y fui a ver.
Con los jueces, para qué lo voy a engañar, nunca me entendí. La ley de los jueces siempre termina por enfrentarlo a uno con un malandra que esa noche tiene más suerte, o mejor puntería, o un poco más de coraje que seis meses antes, o dos años antes, cuando uno lo vio por última vez con una vereda y una 45 de por medio. Uno sabe cómo entran, cómo no va a saber, después de verlo llorando y, si se descuida, pidiendo por su madre. Lo que no sabe, es cómo salen. Después hasta le piden fuego por la calle, y usted se calla y se va a baraja porque se palpita que hay un chiste en alguna parte, y no vaya a resultar que el chiste es a costa suya.
Iba pensado en estas cosas mientras caminaba entre las fogatas que la garúa no terminaba de apagar, esquivando los buscapiés de la juventud que también festejaba, como dice usted, lo alto que andaba el sol y, seguramente, la cosecha próxima, y los campos llenos de flores. Para distraerme, empecé a recordar lo que sabía del doctor Reynal. Era el juez de instrucción más viejo de La Plata, un caballero inmaculado y todo eso, viudo, solo e inaccesible.
Entré por un portoncito de fierro, atravesé el jardín mojado, recuerdo que había unas azaleas que empezaban a florecer y unos pinos que chorreaban agua en la sombra. La cancel estaba abierta, pero había luz en una ventana y seguí sin tocar el timbre. Conocía la casa, porque el doctor solía llamarnos cada tanto, para ver cómo andaba un sumario o para darnos un sermón. Tenía ojos de lince para los vicios de procedimiento, la sangre de sus venas pasaba por el código y no se cansaba de invocar la majestad de la justicia, la de antes. Y yo que hasta tengo que cuidar la ortografía, y no hablo de los vicios de procedimiento ya va a ver. Pero yo no era el único. Conozco algunos que pretendían tomarlo en farra, pero se les caían las medias cuando tenían que enfrentarlo.
Y es que era un viejo imponente, con una gran cabeza de cadáver porque año a año la cara se le iba chupando más y más, hasta que la piel parecía pegada a los huesos, como si no quisiera dejarle nada a la muerte. Así lo recuerdo esa noche, vestido de negro y con un pañuelo de seda al cuello.
Con este hombre yo me guardaba un viejo entripado, porque una vez en la misma comisaría, adonde llegó como bala me soltó al tuerto Landívar, que tenía dos muertes sin probar, y más tarde iba a tener otra. Nunca olvidé lo que me dijo Es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la justicia. ¿Y el peligro? - le pregunté. El peligro lo corremos todos- dijo. Pero fui yo el que tuve que matarlo a Landívar, cuando al fin hizo la pata ancha en los galpones de Tolosa, y yo me acordé del doctor, del doctor y de su madre".
El comisario se agarró el mentón y meneó la cabeza. Como si se riera de alguna ocurrencia secreta, y después soltó una verdadera carcajada, una risa asmática y un poco dolorosa.
- "Bueno, ahí estaba sentado ante su escritorio, como si nada hubiera pasado, absorto en uno de esos libracos de filosofía, o vaya a saber qué, pero en todo caso algo importante, porque apenas alzó la cabeza al verme en la puerta y siguió leyendo hasta que llegó al final de un párrafo que marcó con una uña afilada y como de vidrio. Tuve tiempo de sacarme el sombrero mojado, de pensar dónde lo pondría, de ver el bulto en el suelo, que era un hombre, de codearme con un jinete de bronce y, en general, de sentirme como un auxiliar tercero que lo van a amonestar. Recién entonces el viejo cerró el libro, cruzó los dedos y se quedó mirándome con esos ojos que siempre parecían estar haciendo la seña del as de espadas.
Le pregunté, de buen modo, qué quería que hiciera. Contestó que yo sabía cuál era mi deber, que yo conocía o debía conocer el Código de Procedimientos, que el desde ya su reemplazante de turno era el doctor Fulano, y que no lo tomara a mal si, ya que estaba, observaba con interés profesional la forma en que yo encauzaba el sumario.
Le aseguré que no faltaba más. Le dije si estaba bien que le hiciera una inspección ocular. Hizo que sí con la cabeza. ¿Y que le preguntara algunas cosas y que lo tuviese demorado hasta que el doctor fulano dispusiera lo contrario? Entonces se echó a reír y comentó Muy bien, muy bien, eso me gusta.
Moví con el pie la cara del muerto, que estaba boca abajo frente al escritorio, y me encontré con un antiguo conocido, Justo Luzati, por mal nombre El Jilguero, y también El Alcahuete, con fama de cantor y de otras cosas que en su ambiente nadie apreciaba. Supe tratarlo bastante en un tiempo, hasta que lo perdí de vista en un hospital, pobre tipo.
Pero resultaba bueno verlo muerto así, al fin con un gesto de hombre en la cara flaca donde parecía faltarle unos huesos y sobrarle otros, y un 32 empuñado a lo hombre en la mano derecha, y todavía ese gesto bravío de apretar el gatillo a quemarropa, cuando ya le iban a tirar, o le estaban tirando, y le tiraron nomás y el plomo del 38 que el doctor sacó de algún cajón lo sentó de traste. Y entonces se acostó despacio a lagrimear un poco y a morir.
Pero ese viejo, era cosa de ver, o de imaginar, la sangre fría, de ese viejo. Dejó el 38 sobre la mesa, con cuidado porque era una prueba. Me llamó por teléfono, sin levantarse siquiera, porque no había que tocar nada. Y siguió leyendo el libro que leía cuando entró Luzati.
-¿Lo conoce doctor?- le pregunté.
- Nunca lo había visto.
Entonces, mientras lo estaba mirando, descubrí ese estropicio en la biblioteca que tenía detrás de él.
- ¿Y de eso - señalé - no pensaba decirme nada?.
- Usted tiene ojos - respondió.
Había una hilera de tomos encuadernados en azul, creo que era la colección de La Ley. Y uno estaba medio destripado, le salían serpentinas y plumitas de papel, y al lado había un marco de plata boca abajo, un retrato con la foto y el vidrio perforados.
- Quédese quieto, doctor, no se mueva- le previne y le di la vuelta al escritorio, me paré donde se había parado Luzati, donde todavía estaba el agua de sus zapatos y desde allí miré al viejo, y luego detrás del viejo, y nuevamente esa cara cadavérica y severa. Pero él me corrigió: - Un poquito más a la izquierda - dijo.
- ¿Qué se siente, doctor, cuando a uno le erran por tan poco?
- No se siente nada- contestó - y usted lo sabe.
Entonces me agaché, saqué el 32 de entre los dedos de Luzati, abrí el tambor y allí estaba la cápsula picada y el resto de la carga completa, y hasta el olor de la pólvora fresca. Todo listo y empaquetado para el gabinete Vucetich, donde seguramente iban a encontrar que el plomo de la biblioteca correspondía al 32, y que el ángulo de tiro estaba bien, y todo estaba bien, y se lo iban a ilustrar con dibujitos y rayas coloradas, verdes y amarillas para probar nomás que el doctor había matado en defensa propia.
Puse el 32 junto al otro, sobre el escritorio, y fue entonces cuando él me oyó decir Qué raro y me miró sin moverse.
- ¿Qué raro doctor?- le dije caminando otra vez hacia la biblioteca - que usted, que solía tener tan buena memoria, se haya olvidado de este pájaro cantor. Porque si a mi no me falla, hace cuatro años usted sentenció en una causa Vallejo contra Luzati por tentativa de extorsión.
Él se echó a reír.
- ¿Y eso? - dijo -. Como si yo fuera a acordarme de todas las sentencias que dicto.
- Entonces tampoco recordará que en el treinta lo condenó por tráfico de drogas.
Me pareció que daba un brinco, que iba a pararse, pero se contuvo, porque era un viejo duro, y apenas se pasó una mano por la frente.
- En el treinta - murmuró -. Puede ser. Son muchos años. Pero usted quiere decir que no vino a robar sino a vengarse.
- Todavía no se lo quiero decir. Pero qué raro, doctor. Qué raro que este infeliz, que nunca asaltó a nadie, porque era una rata, un pobre diablo que hoy se puso la mejor ropa para venir a verlo a usted - alguien que vivía de la pequeña delación, del pequeño chantaje, del pequeño contrabando de drogas; alguien que si llevaba un arma encima era para darse coraje -, que ese tipo, de golpe, se convierta en asaltante y venga a asaltarlo a usted ...
Entonces él cambió de postura por primera vez, giró con el sillón, y me vio con el retrato entre las manos, ese retrato de una muchacha lejana, inocente y dulce, si no fuera por los ojos que eran los ojos oscuros y un poco fanáticos del juez, esa cara que sonreía desde lejos aunque estaba destrozada de un tiro certero, porque el vencido amor y la sombra del odio que le sigue tienen una infalible puntería.
Le devolví el retrato, le dije Guardeló. Esto no tiene por qué figurar aquí y me senté en cualquier parte sin pedirle permiso, pero no porque le hubiera perdido el respeto, sino porque necesitaba pensar y hacerme cargo y estar solo. Pensar, por ejemplo, en esa cara que yo había visto dos años antes en una comisaría de Mar del Plata, esa cara devastada, ya no inocente, repetida en la foto de un prontuario donde decía simplemente Alicia Reynal, toxicómana, etc. Pero cuando pasó un rato muy largo, lo único que se me ocurrió decirle fue:
- ¿Hace mucho que no la ve?
- Mucho - dijo, y ya no habló más, y se quedó mirando algo que no estaba.
Entonces volví a pensar, y ahí debió ser cuando descubrí que ya no servía para comisario. Porque estaba viendo todo, y no quería verlo. Estaba viendo cómo El Alcahuete había conocido a aquella mujer, y hasta le había vendido marihuana o lo que sea, y de golpe, figúrese usted, había averiguado quién era. Estaba viendo con qué facilidad se le ocurrió extorsionar al padre, que era un hombre inmaculado, un pilar de la sociedad, y de paso cobrarse las dos temporadas que estuvo en Olmos. Estaba viendo cómo el viejo lo esperó con el escenario listo, el tiro que él mismo disparó - un petardo más en esa noche de petardos - contra la biblioteca y contra aquel fantasma del retrato. Estaba viendo el 32 descargado sobre el escritorio, para que Luzati lo manoteara a último momento y hasta apretara el gatillo cuando el viejo le apuntó. Y lo fácil que fue después abrir el tambor y volver a cargarlo, sin sacarlo de las manos del muerto, que era donde debía estar.
Estaba viendo todo, pero si pasaba un rato más ya no iba a ver nada, porque no quería ver nada. Aunque al fin me paré y le dije:
- No sé lo que va a hacer usted, doctor, pero he estado pensando en lo difícil que es ser un comisario y lo difícil que es ser un juez. Usted dice que este hombre quiso asaltarlo y que usted lo madrugó. Todo el mundo le va a creer y, yo mismo, si mañana lo leo en el diario, es capaz que lo creo. Al fin y al cabo, es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la compasión.
Era inútil. Ya no me escuchaba. Al salir me agaché por segunda vez junto al Alcahuete y, de un bolsillo del impermeable, saqué la pistola de pequeño calibre que sabía que iba a encontrar allí y me la guardé. Todavía la tengo. Habría parecido raro, un muerto con dos armas encima".
El comisario bostezó y miró su reloj. Le esperaban a almorzar.
- ¿Y el juez? - pregunté.
- "Lo absolvieron. Quince días después renunció, y al año se murió de una de esas enfermedades que tienen los viejos".
EN DEFENSA PROPIA, ADAPTACIÓN TELEVISIVA DEL CUENTO HOMÓNIMO DE RODOLFO WALSH
TRANSPOSICIÓN DE JUGADAS,
RODOLFO WALSH
o, si no se lee bien, en este otro link:
http://www.taringa.net/posts/arte/1855053/Trasposicion-de-jugadas---Rodolfo-Walsh-Cuento-policial.html
Aquí, la adaptación televisiva del cuento:
"LA LOCA Y EL RELATO DEL CRIMEN", Ricardo Piglia
En este link, encontrarán otro relato policial, sustancialmente diferente de los anteriores. Escrito por Ricardo Piglia, prestigioso escritor y crítico literario argentino, relata la historia de un crimen en la voz de una mujer "loca", testigo del asesinato, que no puede narrar lo que vio
A continuación, veremos un capítulo de la genial serie argentina Los Simuladores, en el cual se parodian algunos de los tópicos estudiados en esta unidad, acerca de la literatura policial:
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